A todos nos gusta cotillear, reconozcámoslo. Hablar sobre otras personas (en su ausencia) es más bien fácil, nos cuesta poco, e incluso puede ser divertido.
La universalidad del fenómeno ha llamado la atención de los antropólogos y les ha llevado a preguntarse de dónde surge esta pasión ancestral. Parece ser que el cotilleo ha sido durante miles de años una conducta adaptativa: los individuos que identificaban y seleccionaban a su pareja sin necesidad de entrar en conflicto con los demás, obtenían una ventaja competitiva notable. Los individuos mejor informados tenían una mayor probabilidad de alcanzar el éxito reproductivo.
Desde hace siglos, el cotilleo ha sido una preciosa fuente de información y coordinación social. Hay antropólogos que consideran el fenómeno tan importante que piensan que nuestros antepasados ampliaron su léxico precisamente para poder chismorrear.
Por otro lado, cotillear nos proporciona un cierto estatus: nos hace sentir poseedores de un conocimiento especial y realza nuestro ego ante el grupo.
Aunque el cotilleo sea bienintencionado y tenga sus beneficios, no nos olvidemos de que puede destruir reputaciones y convertir en víctimas a inocentes, especialmente si es anónimo y masivo, como puede suceder en las redes sociales.
De hecho, hay una muy buena razón para hablar bien de los demás, y es la llamada: "transferencia espontánea de rasgos". Este fenómeno consiste en que la gente te atribuirá los rasgos con los que tú calificas a los demás. Es decir, si insistes llamando "inmorales" a tus compañeros de trabajo, todo el mundo acabará asociándote con la falta de ética. O como sabían las abuelas: si no puedes decir una cosa buena de alguien, es mejor no decir nada.
Por cierto, pese a la imagen que ilustra esta entrada, no hay ningún estudio que demuestre que las mujeres cotillean más que los hombres.
Para ampliar información:
http://blogs.elpais.com/verne/2014/11/por-que-nos-gusta-cotillear.html